Son muy pocos los ciudadanos españoles que se atreven hoy a ejercer públicamente su derecho a críticar al poder

 "España es hoy un país de operarios, no de ciudadanos. Son muy pocos los que se atreven a utilizar su condición pública para ejercer su derecho a la crítica al poder. Muy al contrario, cuando pueden lo excusan y lo alaban. Mientras, se adhieren para compensar a todo tipo de causas a menudo lejanas, unánimes y, por tanto, mucho menos engorrosas: el cambio climático, Franco, Gaza o la temible oposición""España es hoy un país de operarios, no de ciudadanos. Son muy pocos los que se atreven a utilizar su condición pública para ejercer su derecho a la crítica al poder. Muy al contrario, cuando pueden lo excusan y lo alaban. Mientras, se adhieren para compensar a todo tipo de causas a menudo lejanas, unánimes y, por tanto, mucho menos engorrosas: el cambio climático, Franco, Gaza o la temible oposición"

Son muy pocos los ciudadanos españoles que se atreven hoy a ejercer públicamente su derecho a críticar al poder 

Nací en 1982 y, como la mayoría de los españoles, he vivido siempre en democracia. Pertenezco a la primera generación—más o menos desde los tiempos de Recaredo— que no tuvo una educación religiosa. Y la última en que su niñez no estuvo protagonizada por internet o teléfonos móviles. Cuando llegamos, las instituciones ya funcionaban. Hubo, claro, males y desatinos, pero fuimos testigos de un indudable progreso. España llegó a estar de moda, justo al mismo tiempo en que comenzaba a cansarse de Felipe González, figura omnipresente de una niñez, la nuestra, asaeteada, sin embargo, por constantes asesinatos terroristas. Pero hasta estos, y no hace tanto, dejaron de ser costumbre para volverse algo insólito.

Quizás fuimos también los últimos en dejarnos deslumbrar (al menos abiertamente y no como el taimado Zapatero) con las revoluciones sociales. En el instituto, en cualquier superficie disponible, dibujábamos consignas a favor del EZLN, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Qué alentador fue ver a todos aquellos indígenas luchando contra la injusticia. Parecían sacarnos del benéfico letargo de los años noventa. Luego nos enteramos de que el Subcomandante Marcos no era indígena, sino un filósofo y escritor. Y bastante malo, por cierto. Pero nos dio igual. A eso nos agarrábamos. 

Todavía por aquellos años casi en cada muro de las universidades españolas se veían símbolos comunistas o anarquistas. Y en todas las aulas de España, sin excepción posible, había un alumno, en ocasiones dos, vestido con una camiseta con la efigie del Che Guevara. Parecía que la regalaran con la matrícula de la universidad. Pero no, nos la poníamos por gusto. 

No recuerdo que por entonces se mencionara demasiado a Franco o al franquismo. Desde luego, no tanto como ahora. Y si se hacía, era como refiriéndose a algo ridículo, con un pudor no de silencio, como hoy se nos hace creer, sino de hastío y de cierta vergüenza, como esa historia familiar ya ajada y sabida que se nos repite cada vez sin venir a cuento.

Durante muchos años, se seguían viendo a los treinta o cuarenta nostálgicos, no más, que se reunían cada 20 de noviembre en la estatua de Franco en la madrileña plaza de San Juan de la Cruz. No llegamos a presenciar el 23-F, así que lo más parecido a un intento de golpe de Estado que hemos vivido fue en 2017 en Cataluña o en la toma del Capitolio de Estados Unidos en 2021. Pero ya no se vivirían de la misma manera. No hubo escándalo, ni consenso, por no haber no había ya ni conversación pública. Ambos acontecimientos pasarían sin pena ni gloria, sobre todo sin lo primero, ampliamente recompensados por el voto de la gente. Algo había cambiado: la nula respuesta de la ciudadanía ante el atropello, el cinismo y la mediocridad de unos gobiernos que parecen decididos a acabar con las bases de nuestro sistema democrático. 

«Obnubilados con lo que hace el presidente del Gobierno, quizás hemos olvidado algo más importante: ver qué podemos hacer nosotros»

Digámoslo pronto. El Gobierno de Pedro Sánchez ha sido el menos respetuoso con las instituciones de toda la democracia y de parte de la Restauración borbónica. Lo digo sin asomo de hipérbole, como el que comprueba el tique de la carnicería después de una compra. La amnistía, la reforma del poder judicial, el señalamiento de medios de comunicación, la persecución de los contrapoderes, la corrupción que todo lo inunda… En fin, podría seguir, pero uno siempre sueña con que el lector llegue hasta el final del texto.

Obnubilados con lo que hace nuestro presidente del Gobierno, quizás hemos olvidado algo más importante: ver qué podemos hacer nosotros. Esa era también la opinión del historiador Marc Bloch en 1940: «No nos hemos atrevido a ser en la plaza pública la voz que clama en el desierto, hemos preferido quedarnos encerrados en la quietud de nuestros talleres. De la mayor parte de nosotros se podrá decir que hemos sido unos buenos operarios. Pero ¿hemos sido también buenos ciudadanos?».

España es hoy un país de operarios, no de ciudadanos. Son muy pocos los que se atreven a utilizar su condición pública para ejercer su derecho a la crítica al poder. Muy al contrario, cuando pueden lo excusan y lo alaban. Mientras, se adhieren para compensar a todo tipo de causas a menudo lejanas, unánimes y, por tanto, mucho menos engorrosas: el cambio climático, Franco, Gaza o la temible oposición. Si, como dijo Wilde, la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, en España vivimos en una constante parade

Y como esos chiflados que hay por Estados Unidos, esperando con carteles la llegada de extraterrestres, de la misma manera confiamos en que la verdad nos venga de fuera, de la UCO, de un tribunal superior, de una exhausta Unión Europea o de una oposición sin ideas.

Debe de ser agradable, como en la generación de nuestros padres, ver acompasada tu vida con el progreso político, participar de la consecución de la democracia, alcanzar la madurez al mismo tiempo que tus derechos. Con una diferencia no menor. En una dictadura, la falta de libertades se debe al ejercicio autoritario del poder, a sus espurias instituciones o a un indigno apoyo exterior. En una democracia, la culpa de su degradación la tenemos todos. Y acaso un poco más mi generación, misma que ostentará el dudoso honor de haber alcanzado su madurez al mismo tiempo que veía sacrificada su ciudadanía.   

 

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