Contra la mentira

 

Contra la mentira

 

Hace unos 28 años leí en una Tercera de Julián Marías esta inquietante afirmación: «¿De qué hay que defenderse? De tantas cosas. La primera, de la mentira. Quizá influya en esta primacía la repugnancia que he sentido por ella desde la niñez, y la convicción, acentuada a lo largo de tantos años, de que es el origen de la mayoría de los males. El error es una cosa; la mentira, otra bien distinta; en la vida privada, es inaceptable; en la vida pública es intolerable. Por eso es gravísimo que pueda ser impune, que no tenga consecuencias. Es la más profunda corrupción que cabe imaginar, porque mina la confianza y no permite edificar nada sólido y sano».

Hoy, tras más de cinco lustros, la pregunta que se me ocurre hacer es: ¿cuánto se miente y quién miente más? Que la mentira no es patrimonio de nadie, es algo que casi todo el mundo sabe. Sin embargo, lo que la gente desconoce es que, según las estadísticas, la mentira abunda más entre los políticos, quienes, al parecer, llegado el caso, sostienen que nada les importa ser mentirosos, si sus mentiras son tomadas como verdad, de manera que cualquier intento de moralizar a esas personas es baldío al chocar con su soberbia. Al grito de ¡yo soy la verdad! y con la inestimable ayuda de fieles y asalariados, las mentiras de los políticos, sobre todo de quienes tienen poder, pueden pasar por sentencias, sin importarles que cuando una obra está construida sobre el cimiento de la mentira termina hundiéndose.

Es cierto que hoy los políticos no pasan por el mejor momento de credibilidad, aunque no lo es menos que nunca han tenido buena prensa en eso de decir la verdad. Recuérdese el desprecio que George Orwell sentía por ellos, al calificar el mundo de la política como «un montón de mentiras, fraudes, estupidez, odio y esquizofrenia», lo cual no es muy distinto a lo que en los últimos meses se oye del presidente del Gobierno en funciones. Desde la oposición parlamentaria hasta los medios de comunicación, pasando por un buen número de ciudadanos, no son pocos los que piensan que la mentira es la divisa de Pedro Sánchez. Expresiones como «miente descaradamente y sin pudor», «vive con la mentira y de la mentira», «es un gran impostor que seguirá mintiendo lo que haga falta para perpetuarse en el poder», «no tiene dignidad, ni vergüenza», «insulta al pueblo con sus mentiras», que ha mentido sobre el trato jurídico, político y financiero dado a los golpistas, sobre sus acuerdos con Bildu, sobre el Covid y el número de fallecidos por la pandemia, sobre la entrega del Sahara a Marruecos, sobre su tesis doctoral, sobre los cargos públicos de su mujer. Estos y otros reproches de semejante calibre se han podido leer y escuchar en los últimos días a propósito de la exigencia de una amnistía para aquellos –juzgados o pendientes de serlo– que perpetraron el golpe institucional de octubre de 2017 en Cataluña, y que los separatistas de Junts y ERC le imponen como condición para regalarle los votos en la investidura como candidato a la presidencia del Gobierno.

Pío Baroja, aquel maestro de la prosa y también de actitudes ejemplares, comienza sus memorias diciendo que él no tiene la costumbre de mentir, lo cual me trae a la memoria que en mi adolescencia que fue donde me enseñaron conductas y urbanidades, no existía esa afición. La mentira estaba rigurosamente prohibida en los términos del catecismo del padre Ripalda: «¿Cuál es el octavo mandamiento de la ley de Dios?» Y la respuesta era «no levantar falso testimonio, ni mentir». Tan vergonzoso y hasta abominable se consideraba mentir que la confesión inmediata del pecado daba lugar al perdón de la culpa, algo así como la circunstancia atenuante de arrepentimiento espontáneo que contempla el artículo 21.4 del Código Penal.

Negar la verdad es adulterio del corazón, nos enseña el clásico y de verdades aderezadas con mentiras se apacientan las almas, dice Gómez de Liaño –no yo, sino Ignacio, mi pariente el filósofo–, al tiempo que recuerda lo que Hannah Arendt refiere en su obra 'La mentira en política', donde sostiene que «la deliberada negación de la verdad fáctica –la capacidad de mentir– y la capacidad de cambiar los hechos –la capacidad de actuar– se hallan interconectadas. Deben su existencia a una misma fuente: la imaginación (...) Las mentiras resultan a veces mucho más plausibles, mucho más atractivas a la razón, que la realidad, dado que el que miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír». Cierto. La mentira es un instrumento del poder político, pero no se permite que sea un arma al alcance del ciudadano. El universo de la política está muy lejos de moverse empujado por la verdad y rinde culto a la mentira porque es más fácil capitalizarla y hacerla rentable.

Ahora bien, tengo para mí que por mucho que cada día luzca más, entre otras cosas, por miedo a la verdad misma, la mentira, además de síntoma de maldad, es prueba de falta de inteligencia. Ayudados por las muletas de la torpeza y la perversión se arrastran los políticos mentirosos. El único dogma humano es la verdad y sólo a los poetas les está permitido mentir. Fuera de ellos, las personas sensatas saben que donde la mentira descansa es en la estulticia, lo que hace que siempre deje cabos sueltos. Lo advertía Abraham Lincoln cuando manifestaba que «podrás engañar a todos durante algún tiempo; podrás engañar a alguien siempre, pero no podrás engañar siempre a todos». Las personas sensatas saben que el camastro donde descansa el tullido mentiroso es la necedad. En fin. Aunque anticipo mi pesimismo respecto a la influencia de este comentario sobre los políticos mentirosos, pues antes que yo gente muy sabia lo ha hecho con escaso éxito, sin embargo, no me ha sido fácil resistir a la tentación de hacerlo, lo que quizá obedezca a que la mentira, lo mismo que la calumnia y la injuria, me parezca una bola de nieve, que cuanta más rueda, más grande se hace. La mentira es señal de desprecio al prójimo y que con ella no es posible representar mejor la indignidad y el desorden moral. Nada puede basarse en la mentira y en defensa de la verdad estriba la condena de la mentira.

Lo malo de la mentira es que resulta menos notoria que el error y doy por hecho que Pedro Sánchez no ha leído a los clásicos cuando advierten que todos pueden conocer los yerros antes que las mentiras. En defensa de la verdad y en contra de la mentira se pueden aducir muchos y muy ilustres testimonios, aunque bien mirado, al señor presidente en funciones le bastaría con releer a Cervantes cuando escribe que la verdad puede enfermar, pero no morir del todo.

Echemos tierra sobre la mentira y sin llegar al extremo de Michael Montaigne, cuando en el capítulo IX del libro I de sus 'Ensayos', afirma que mentir es un vicio tan maldito que hay que perseguir al mentiroso hasta la hoguera e incluso cuenta que en algunas tribus indias a quien mentía se le sacaba la sangre de la lengua y de las orejas, pues era la única manera de lavar la mentira proferida y oída, convengamos que el mejor castigo para el político embustero –también para el aficionado– es el de no ser creído jamás aunque alguna vez dijese una verdad.

En 'El proceso', de Kafka, se puede leer el siguiente diálogo:

–No, no hay que creer que todo sea verdad; hay que creer que todo es necesario.

–Una opinión desoladora. La mentira se ha convertido en el fundamento del orden universal.

Javier Gómez de Liaño es abogado.

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