El motivo es que la mente humana prefiere explicaciones simples ante cualquier problema complejo cuya causa ignora o prefiere ocultar
Claves del mensaje de Arruñada
El problema no es solo político, sino cultural y social.
La ciudadanía alimenta el mismo sistema que critica.
Las reformas requieren un cambio en las preferencias colectivas, no solo en los líderes.
La falta de meritocracia y productividad está vinculada a la demanda de favores y protecciones.
Conclusión
Arruñada invita a una reflexión incómoda: España no cambiará mientras los ciudadanos sigan premiando el clientelismo y castigando la reforma. La verdadera transformación exige que la sociedad asuma riesgos, valore la meritocracia y deje de buscar soluciones fáciles en subsidios y privilegios.
La culpa es nuestra no busca culpables fáciles ni se entrega a la denuncia moral, sino a la comprensión. Con rigor y claridad, muestra cómo nuestras decisiones colectivas ―como votantes, ciudadanos y consumidores― alimentan el mismo sistema que después criticamos.
«Culpar a las élites no basta: la política nos devuelve lo que pedimos y toleramos»
España vive instalada en sus contradicciones más reconocibles: la política divide cada vez más, pero moviliza cada vez menos; la indignación es intensa, pero selectiva; el hartazgo, general, pero inofensivo. Cada semana aporta un nuevo episodio que erosiona la confianza en las instituciones —corrupción, presiones a los jueces, manipulación informativa—. Pese a ese deterioro, muchos electores siguen votando por identidad o costumbre, como si el país pudiera mejorar sin cambiar nosotros mismos. Exigimos lo imposible y censuramos que la política no nos lo dé, sin pensar en el coste ni en la sensatez de nuestras demandas.
No es apatía: es complicidad. La política solo nos devuelve nuestra propia imagen. Esa es la tesis central de mi nuevo libro, que comparte título con esta tribuna y publico con La esfera de los libros (en librerías desde el martes y ya en preventa): la política no ignora nuestros deseos, los satisface. Muchos de nuestros males colectivos —del derroche presupuestario a la rigidez laboral, la quiebra de las pensiones o la carestía de la vivienda— no proceden solo del egoísmo o la incompetencia de una élite complaciente, sino de la fidelidad con que los gobiernos, de cualquier signo, traducen lo esencial de nuestras preferencias.
Somos, por ejemplo, los europeos más partidarios de que el Estado controle la economía y reparta la riqueza, pero también los más reacios a abrir los mercados o contener el gasto público. Queremos prosperidad sin competencia, igualdad sin mérito y libertad sin responsabilidad. Los políticos no se oponen a los ciudadanos: nos siguen. Y al hacerlo, atienden deseos inmediatos que terminan frustrando nuestros fines.
Esa incoherencia explica por qué, tras cada intento de reforma, acabamos regresando al punto de partida. Lo comprobamos con el saneamiento incompleto y recurrente de las cuentas públicas, pero también con medidas concretas, como la liberalización de los alquileres de 1985, que se empezó a revertir nueve años después y aún más con la ley de vivienda de 2023, que nos ha hecho retroceder décadas.
El problema no es solo político ni se reduce a cómo el sistema y las instituciones traducen nuestras preferencias. Somos, a la vez, de los europeos que más desconfían de sus instituciones y de quienes menos se informan sobre ellas. Decimos odiar la corrupción, pero seguimos votando a los corruptos de “nuestro” partido. Cuando no desdeñamos la política, actuamos como hinchas, no como ciudadanos: pedimos reformas, pero solo si duelen a los demás. Por eso cada crisis nos sorprende con las mismas reacciones tardías, parciales y reversibles, como si el aprendizaje colectivo dependiera también de la providencia.
Cambiar de líder o de partido sirve de poco si mantenemos intactos sus incentivos y las preferencias ciudadanas que deben satisfacer. Las instituciones representativas ya traducen con bastante fidelidad lo que queremos; lo que falla es cómo esas preferencias se forman y se corrigen.
La prioridad no es solo mejorar las instituciones, sino formar una ciudadanía más lúcida, capaz de ver el coste real de lo que exige. Ninguna reforma durará si no cambia también la forma en que pensamos y votamos.
Una clave sencilla está en la transparencia fiscal. Casi todo en lo público parece diseñado para ocultar los costes: el IRPF se presenta como un ingreso “a devolver”; las cotizaciones sociales parecen pagarlas las empresas; los precios incluyen el IVA para que no lo notemos. También ignoramos el coste de oportunidad al elegir hospital, escuela o facultad sin saber que su calidad varía mucho entre centros públicos. Si impuestos y gastos fueran visibles —si nos doliera más el IVA cada vez que compramos y viéramos con claridad cuánto cuesta la Seguridad Social en cada nómina—, y si conociéramos cuánto perdemos al no poder elegir o al estudiar la carrera equivocada, nuestra percepción del Estado y nuestra actitud hacia la política cambiarían de raíz.
La transparencia fiscal no es solo una herramienta contable, sino un instrumento moral: nos hace responsables de lo que exigimos. Convierte la educación cívica en un aprendizaje automático, un reflejo de la vida diaria. Sentir los costes del Estado sería como mirarnos al espejo. Si conociéramos —y sobre todo sintiéramos— cuánto cuesta cada servicio, toleraríamos peor su ineficacia, su despilfarro o la corrupción.
«Una democracia de ciudadanos informados puede corregir sus errores sin líderes ni expertos providenciales»
Ahí reside la esperanza —y el mensaje optimista— del libro: la solución a nuestros problemas está a nuestro alcance. Una democracia de ciudadanos informados puede corregir sus errores sin líderes ni expertos providenciales. La prosperidad no necesita héroes ni santos, sino mecanismos que nos obliguen a pensar. Basta con que cada ciudadano sienta lo que da y lo que recibe. Entonces la corrupción dejará de parecernos un espectáculo ajeno y se sentirá como una ofensa personal. Si la culpa es nuestra, también lo es la solución.
https://www.esferalibros.com/wp-content/uploads/2025/10/La-culpa-es-nuestra-PRIMERAS.pdf
https://americanuestra.com/benito-arrunada-la-culpa-es-nuestra/
Con un estilo incisivo pero sereno, Benito Arruñada examina los mecanismos que explican el estancamiento español: desde la educación y la vivienda hasta la organización territorial y la cultura política. Frente a la comodidad de culpar a otros, propone una salida exigente pero realista: una ciudadanía mejor informada, más responsable y menos crédula ante promesas mágicas.
Estas páginas no invitan a la resignación, sino a ser adultos y recuperar la iniciativa. Porque si la culpa es nuestra, también lo es la solución.
«Los antiguos decían que cuando los dioses nos eran favorables ignoraban nuestros deseos y cuando querían castigarnos los cumplían. De igual modo, los españoles expresamos preferencias que los políticos procuran cumplir con resultados insatisfactorios. Este libro perspicaz y minucioso analiza por qué exigimos al Estado lo que nos frustra y luego le culpamos por dárnoslo
La culpa es nuestra (Espasa, 2024), del economista y profesor Benito Arruñada, es una obra que desmonta una de las creencias más extendidas en España: que los males del país son culpa exclusiva de los políticos o de “las élites”.
Arruñada sostiene que los problemas estructurales de España —la ineficiencia institucional, el clientelismo, el bloqueo de reformas y la baja productividad— tienen su origen, en buena medida, en las propias preferencias y comportamientos de los ciudadanos.
También argumenta que la sociedad española tiende a buscar beneficios inmediatos, protección y favores del Estado antes que asumir riesgos o exigir un sistema meritocrático. Esa mentalidad, dice: genera una demanda política que premia al dirigente que reparte subvenciones o privilegios, y castiga al que promueve reformas a largo plazo. De ahí que las reformas necesarias —en educación, justicia, mercado laboral o administración pública— rara vez prosperen: la mayoría social no las apoya realmente.
El libro no es un alegato pesimista, sino una llamada a la autocrítica cívica. Invita a los españoles a reconocer su corresponsabilidad en el funcionamiento del País y a entender que mejorar las Instituciones requiere un cambio en la cultura política y en las expectativas sociales. En definitiva, La culpa es nuestra plantea que el futuro de España depende menos de los políticos que elegimos y más de los ciudadanos que decidimos qué clase de País queremos ser
Los gobiernos que gestionaron la crisis económica iniciada en 2008 cometieron errores similares. El segundo Gobierno de Rodríguez Zapatero negó su existencia durante dos años, ganó el respaldo del electorado en las elecciones de aquel año y solo empezó a cambiar de rumbo cuando no tuvo más remedio. Además, no está claro qué política hubiera aplicado un Gobierno del Partido Popular (PP) de haber ganado las elecciones. Baste con señalar que el de Mariano Rajoy procrastinó durante meses en 2012, al parecer con el fin de mejorar sus resultados en unas elecciones autonómicas. También sucedió algo parecido cuando, bien entrado el año 2024, apenas habíamos empezado a desmontar la red de medidas extraordinarias de protección implantadas durante la pandemia del COVID-19 y tras la invasión de Ucrania.
Ese desmontaje no figuraba en ninguno de los programas electorales de las elecciones generales del 23 de julio de 2023. Si bien la conflictividad política era alta, la discusión preelectoral se centró en asuntos territoriales y culturales, mientras que en materia económica e incluso en programas sociales de gran importancia, como la enseñanza o la sanidad, las diferencias entre los principales partidos eran escasas, tanto en sus programas como, sobre todo, en lo que cabía esperar razonablemente respecto a las políticas de gasto y los ajustes que, tarde o temprano, unos u otros habrían de aplicar para sanear las cuentas públicas. Por lo demás, ninguno propuso reforma alguna que pudiera resultar mínimamente dolorosa, de modo que cabe concluir que, de producirse, solo se aplicarían como respuesta a presiones externas
Al revisar estas líneas, a mediados de 2025, seguimos inmersos en una peligrosa crisis institucional y mantenemos una actitud complaciente y miope ante desequilibrios graves, insostenibles a largo plazo, desde el déficit del sistema de pensiones hasta la distorsión del mercado de la vivienda o el deterioro de los niveles educativos. Hoy, como ayer, esta ceguera parece tener mucho de voluntaria. En términos más generales, la similitud de las respuestas en todos estos episodios históricos sugiere que, pese a la disparidad de las instituciones y las circunstancias históricas, las fuerzas y restricciones que han guiado nuestras decisiones han sido, en esencia, muy similares
¿Fallan los políticos en el poder? Hacia 2023, el sanchismo se había convertido en la excusa más socorrida de este tipo. Debo señalar que, con la excepción de la reforma concursal de 2022, las políticas adoptadas por los gobiernos de Pedro Sánchez y, en especial, sus reformas legales y su manipulación de la Constitución me han parecido deplorables;8 pero encuentro erróneo tratar a sus gobiernos como la causa, y no como un mero síntoma, de los males de España. Ignorar que el sanchismo es solo una fase más de un largo proceso con múltiples causas y responsables, imputando a Sánchez o incluso al PSOE todas las culpas, no solo exonera a muchos otros responsables, sino que —y eso es lo importante— conduce a repetir los errores del pasado, tanto remoto como reciente. En su momento, esa actitud impidió un diagnóstico adecuado, entorpeciendo la oposición al sanchismo y bloqueando un debate eficaz sobre qué hacer. Un modelo deteriorado exige cambiar de rumbo e introducir transformaciones estructurales; no basta con mejorar la gestión mientras esta siga siendo continuista
Conviene señalar que —incluso por razones cognitivas— siempre resulta fácil personalizar los problemas y atribuir al gobernante la causa de todos nuestros males. El motivo es que la mente humana prefiere explicaciones simples ante cualquier problema complejo cuya causa ignora o prefiere ocultar. En tiempos remotos, creíamos que las tormentas reflejaban la ira de los dioses. Hoy tendemos a hacer algo parecido con procesos sociales cuyo funcionamiento desconocemos, como la economía de mercado o los sistemas políticos
Tomando esta tesitura como caso de estudio, procederé seguidamente a examinar tres grupos de protagonistas: los creadores de opinión, los gobernantes anteriores y quienes aspiran a gobernar en el futuro. Todos ellos están tentados a caer en esa crítica complaciente, mediante la cual los creadores de opinión pueden reincidir en sus errores, mientras que los antiguos gobernantes se exoneran de toda culpa. Sin embargo, para el buen funcionamiento de la democracia quizá sea más dañino que la oposición se limite a esperar a que una crisis obligue a convocar elecciones, momento en el que confía alcanzar el poder sin comprometerse a nada y tras pedir a los votantes el equivalente a un cheque en blanco
¿Fallan los líderes de opinión? Al menos una vez cada siglo se repite entre nosotros un fenómeno llamativo: el peculiar arrepentimiento de algún escritor insigne reconvertido en opinador político. Resulta aún más llamativo porque, además de su limitada contrición —ya que ni siquiera considera necesario pedir perdón—, tampoco contempla la más mínima restitución y, a menudo, cabe dudar de su propósito real de enmienda
Su antecedente más célebre se remonta al 9 de septiembre de 1931, cuando José Ortega y Gasset publicó en Crisol un sonoro «Aldabonazo». Tras haber contemplado desde su sillón de las Cortes Constituyentes de la Segunda República las primeras llamas del incendio que él tanto había contribuido a encender, Ortega unió su voz al coro de idealistas desencantados que por entonces ya entonaba el «¡No es esto, no es esto!». De modo similar, casi un siglo más tarde, en el otoño de 2023, los más sensatos de quienes meses antes habían solicitado el voto para el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) volvieron a lamentarse con amargura. Decían sentirse defraudados, incluso engañados, por los pactos que su líder había alcanzado con el separatismo tanto de extrema derecha como de extrema izquierda
Ni Ortega ni sus imitadores del siglo XXI pidieron perdón, asumieron responsabilidades o reconocieron su cuota de culpa. Ortega señalaba a los gobernantes de la Restauración por no haber dado paso a las generaciones más jóvenes. Para muchos de sus imitadores actuales, la culpa también era de los políticos, aunque de forma curiosamente selectiva. En efecto, tanto Ortega como sus imitadores perdonaban a los políticos más culpables, que eran los que ellos mismos habían encumbrado. Al menos Ortega lo hizo de forma directa al acusar de todos los males a los políticos anteriores a la República; la trampa de sus actuales imitadores era, sin embargo, indirecta, pues repartían por igual la responsabilidad entre todos los políticos, estuviesen en el poder o en la oposición. Con este artificio, algún crítico justificaba su «rebelión», consistente en prometernos que en el futuro votaría… en blanco
Esta versión del voto expresivo es poco verosímil, pues la justificación es falaz y la respuesta, incoherente. Quien de verdad se siente engañado castiga a quien le ha mentido; no se instala en una impostura indolente. La mentira más eficaz es la que cuenta con la colaboración del supuesto engañado. En ese supuesto, puede incluso ser útil disimular como engaño ajeno el autoengaño interesado, pues permite mantener la autoestima. Además, resulta revelador que se repitan estas actitudes en España, donde los escritores aún cuentan con cierta influencia. En España se lee poco y la mayor parte de lo que se lee es ficción. Quizá por ello a sus escritores, como a los «Ortegas» que antes alternaban la metafísica académica con las soflamas incendiarias, les compensa preservar su adolescencia. Estaríamos, en suma, ante un fenómeno gobernado más por la demanda que por la oferta
Esta posibilidad sería coherente con que el opinador no extraiga de su decepción la conclusión más lógica, que no es informarnos de si votará o cómo lo hará, sino, simplemente, callar. El ciego que da los palos más torpes es el que cree ver cuando en realidad tiene una venda en los ojos. Por eso, un mínimo de prudencia exige que no se postule como pastor, por mucho que insinúe su ceguera, y máxime tras haber constatado la gravedad de sus errores. Quien no sabe o no quiere elegir entre lo malo y lo peor debe aprender a callarse. La persistencia en la prédica avala esta segunda hipótesis; por ello, el problema de fondo no sería tanto la adolescencia pertinaz del escritor como la de sus lectores. Cuando estos se arrepienten, también se sienten engañados, doblemente. Con razón exigen que su narrador de cabecera les administre excusas reconfortantes: por ejemplo, la de que los responsables son todos los políticos, no solo sus políticos; y menos aún ellos mismos por haberles votado. El lector engañado demanda un servicio completo, un exorcismo penitencial que le permita posar de ecuánime, no perder demasiada autoestima y, sobre todo, le prepare para reincidir. Una vez cumplida esa penitencia, ya estarán todos ellos, pastores y pastoreados, en condiciones de dejarse engañar de nuevo en el siguiente ciclo electoral.
Bastará con que se les suministre una nueva excusa,precocinada con esa falacia de que todos los políticos son igualmente malos.
1.2.3. ¿Fallan los antiguos gobernantes? Escribiendo en 2025, todos deberíamos encarar el hecho de que nuestros actuales problemas no aparecieron con Pedro Sánchez, sino que hunden sus raíces y profundizan en políticas que fueron adoptadas o refrendadas por gobiernos de todo signo desde los años ochenta. Unos gobiernos que, además, representaban fielmente las preferencias mayoritarias de los españoles. El sanchismo solo ha desvelado la gran mentira en que habían elegido instalarse varias generaciones de políticos, intelectuales, opinadores y, sobre todo, votantes
El mismo Felipe González, que tanto se escandalizó con la ley de amnistía y demás desaguisados de Sánchez, fue quien presidió los gobiernos responsables de dañar más gravemente la separación de poderes, y no solo en el plano judicial (sus leyes de 1985 inauguraron el asalto político a la Justicia y suprimieron el recurso previo de constitucionalidad),9 sino también con las políticas de control que aplicó a los medios de comunicación, las grandes empresas y la función pública (Ley 30/1984).10 Todo lo anterior, por no hablar del lastre que arrastramos debido a sus aparentemente progresistas pero de hecho reaccionarias reformas en diversos ámbitos clave, desde usar la adaptación al derecho europeo para exacerbar el ordenancismo de la regulación empresarial, hasta expandir la subvención del desempleo sin controlar el oportunismo, consolidar el asalto de los políticos a las cajas de ahorros con la Ley 31/1985 —dándoles además libertad para operar en el mercado sin contar con el control que proporciona la propiedad privada— o introducir un insólito régimen universitario, consagrado por una ley de 1983 que convirtió a las universidades públicas en cooperativas autónomas pero integralmente subvencionadas, o, más en general, sus reformas de la enseñanza que pocos años después consagraron su mutación de inversión en consumo para delicia de malos padres y peores profesores
Unos cambios, todos ellos degenerativos, que contaron con refrendo electoral y se aceleraron años más tarde con los gobiernos de Rodríguez Zapatero, pero que los gobiernos del Partido Popular presididos por los señores Aznar y Rajoy hicieron poco (en el plano de la economía) o nada (en cuanto a separación de poderes y Administración pública) por revertir. Ni siquiera los gobiernos que contaron con holgadas mayorías absolutas, pese a que al menos en 2011 la oposición estaba arrinconada y existía fuerte presión exterior para introducir reformas. Aznar también contribuyó notablemente a la decadencia, sobre todo al consagrar con el «pacto del Majestic», en 1996, la transformación supraconstitucional del Estado autonómico.
Y los gobiernos de Rajoy desde 2011 se dedicaron, en esencia, a retrasar y diluir las reformas que exigían nuestros acreedores, a pesar de que posteriormente algunos de sus ministros pretendan presentarse como reformistas. Ciertamente, muchos de estos gobiernos abordaron reformas sustanciales, algunas de ellas por propia iniciativa, como fueron las liberalizaciones emprendidas tanto por González como Aznar; la reforma de las pensiones de 1985, o las privatizaciones de los últimos años noventa. Pero no deja de ser ilustrativo que todas ellas fueran denostadas por buena parte de la población y que acabaran siendo parcialmente revertidas, como es el caso de las relativas a horarios comerciales, alquiler de viviendas e incluso, en fechas más recientes, las privatizaciones de empresas públicas. Por el contrario, todas las políticas dirigidas a limitar la eficacia de la separación de poderes, mantener una estructura productiva poco competitiva y, en general, favorecer el consumo sobre el ahorro y la inversión contaron en su día con el apoyo entusiasta de sus correspondientes votantes. De acuerdo con las encuestas de opinión, también sintonizaban, como veremos, con las preferencias de la mayoría de los ciudadanos.
Pese a que ya son bien visibles los efectos deletéreos de esas políticas de los años ochenta, quienes las promovieron y protagonizaron aún contaban cuatro décadas más tarde con notable predicamento en la opinión pública, y no solo entre sus correligionarios. Sin embargo, apenas se les atribuía responsabilidad en el posterior deterioro de la situación de España. Daba toda la impresión de que unos y otros apoyaban a quienes cambian las reglas con la única condición de que sean de los suyos y lo hagan a su favor. Tampoco se criticó mucho el hecho de que quienes entonces despotricaban de Sánchez lo hubieran votado pocos meses antes, y que no mostraran rubor al confesarlo o, como mucho, solo se atrevieran a insinuar que quizá no lo habían votado. En una sociedad menos tolerante con los sectarismos tribales, se les habría dicho a quienes desde el verano de 2023 se manifestaron en la misma línea
que disfrutasen a solas de su tribalismo, pues no se habían ganado el derecho a quejarse. En esos países estarían lamiéndose sus heridas en privado, pero no osarían lloriquear en público. Esta benevolencia conecta con uno de los déficits culturales que nos impide progresar hacia una sociedad moderna. La tolerancia cómplice con todos los «González» es coherente con las encuestas internacionales sobre valores sociales, como la World Values Survey, cuando muestran que en los países más personalistas e incluso primitivos y hasta tribales la mayoría de las personas antepone el interés particular al interés general, ya sea el de sus familiares, amigos, clan o partido.
Son países en los que muchos ven mejor que alguien enchufe a sus parientes a que se niegue a hacerlo. De hecho, consideran sospechosa esa negativa, indicativa de deslealtad o falta de confianza. Mucha gente también se muestra dispuesta a mentir para salvar a un amigo que ha provocado un accidente de tráfico tras conducir a una velocidad excesiva. En esos países, quien recrimina una conducta antisocial incita al cierre de filas en torno al recriminado, e incluso se arriesga a que los suyos le castiguen por haberlo criticado, rompiendo así el equilibrio de convenciones sociales. Son países donde existe una distancia sideral entre lo que se critica en privado y en público; y donde abundan, en consecuencia, los emperadores y caciques desnudos. Ciertamente, en muchas de esas encuestas y experimentos los españoles no somos del todo primitivos, pero tampoco del todo modernos: no somos tan personalistas y tribales como los afganos o los árabes, pero aún estamos lejos de los daneses o los suizos. Nos parecemos más bien a argentinos, griegos y mexicanos Por tanto, esos gobernantes eran, son y debemos suponer que serán bien representativos. Por eso decía antes que el sanchismo puso en evidencia la mentira en que habían vivido varias genera
ciones no solo de gobernantes y opinadores, sino también de votantes: Pedro Sánchez solo es el espejo en el que todos ellos pueden contemplar su obra colectiva. El sanchismo ha tenido —cuando esto se escribe, aún tiene— mucho de esperpento, pero es la España que esas generaciones han construido. Necesitan demonizar y odiar al Sánchez de cada momento para mantener vivo su autoengaño y cerrar los ojos ante la culminación provisional de su propia obra. 1.2.4. ¿Fallan los aspirantes a gobernar? La benevolencia con los opinadores y los antiguos gobernantes se complementa con otra indulgencia aún más perniciosa: la que tiende a exonerar a quienes aspiran a gobernar. Con ello, se alivia a la oposición del esfuerzo de diseñar propuestas alternativas, limitándose a esperar su turno para alcanzar el poder gracias al mero rechazo que suscita el statu quo, pero sin que haya de comprometerse a cambiarlo. Esto condena al país a la parálisis, y a sus ciudadanos, a la frustración. Proporciona un buen ejemplo de ello la actitud del PP antes y después de las elecciones del 23 de julio de 2023, tras las cuales el PSOE revalidó su Gobierno en coalición con comunistas y separatistas. Durante los meses previos, e incluso a las puertas de esas elecciones, dicha actitud se reducía a esperar y, en esencia, pedir el voto sin explicar sus intenciones, amparándose en la vaga promesa de una supuesta buena gestión
En esas fechas preelectorales, un informe de JPMorgan preveía como escenario más probable una victoria del PP que le permitiría formar Gobierno con el apoyo o incluso en coalición con Vox. Ese futuro Ejecutivo pondría las bases para una economía más próspera, sin grandes riesgos de aventuras populistas o euroescépticas. Afirmaba que dicho Gobierno «sería positivo desde el puntode vista económico, dada la tradicional posición proempresa del PP». Se trataba, sin embargo, de un supuesto proempresarial algo simplista, pues en aquellos momentos el programa económico e institucional del PP seguía indefinido. En realidad, parecía apelar al votante con el clásico «Nosotros o el caos». Esta actitud de 2023 no constituía novedad. El partido evidenciaba no haber aprendido lección alguna de su experiencia previa en el poder. En 2011, buena parte del PP se había mostrado igualmente entusiasmada con la posibilidad de llegar al poder, pero sin plantearse las políticas necesarias para gobernar. Durante el primer semestre de 2012, el Gobierno de Rajoy demostró que no solo carecía de un plan definido, sino que ni siquiera percibía toda la debilidad de nuestro crédito público ni reconocía la quiebra de las cajas de ahorros. Se limitó a subir los impuestos, aceptar a regañadientes una reforma laboral torpe y posponer el rescate de las cajas. Además, al aplazar y presentar las medidas de forma secuencial, en lugar de en bloque, asumió un coste político mucho mayor: el dolor y la resistencia que provoca un paquete de reformas es mucho menor cuando se aplican de forma conjunta que cuando se fraccionan. Asimismo, la frustración de las expectativas de cambio elevó la prima de riesgo, lo que acabó exigiendo medidas adicionales. Fueron esas reformas, adoptadas contra su voluntad, las que hicieron posible nuestra posterior recuperación económica
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