Si de verdad queremos responder a los desafíos comunes, debemos mirar más allá de las soluciones fáciles

 

¡Por favor, no más humanismo empalagoso!

Si de verdad queremos responder a los desafíos comunes, debemos mirar más allá de las soluciones fáciles. En este mundo de palabras huecas y pantallas que nos atrapan, donde la humanidad se tambalea entre desigualdades que hieren y un planeta exhausto, la educación surge como un murmullo frágil, un anhelo de sanar lo fracturado. No es una cura milagrosa, sino un espacio donde la sinceridad del encuentro teje futuros menos hostiles. Aprender no es apilar datos, sino cultivar la mirada que ve al otro, que abraza su diferencia sin olvidar lo que nos une. En esa paradoja, en la danza entre lo propio y lo común, late una posibilidad: una sociedad que camine sin aplastar, que avance sin perderse del todo. Educar es escuchar sin alzar la voz, disentir sin arrasar, tender puentes donde otros levantan muros. No hay fórmulas exactas; solo la humildad de saberse incompleto, la paciencia del diálogo, la valentía de comprender sin juzgar. Comprender, no condenar, reconcilia con la posibilidad de ser mejores. Así, en la fragilidad de nuestros pasos, la educación nos invita a seguir, no hacia un destino claro, sino hacia un porvenir donde la empatía y el bienestar común inspiren cada pequeño acto de aprendizaje compartido.

Espero que el lector no me haya atribuido el párrafo anterior. En realidad, no es de un autor en particular, sino de varios.

 Lo ha configurado la IA: le he dado el nombre de cinco influyentes humanistas, «pensadores» contemporáneos -incluidos un par de premios Príncipe de Asturias- que con distinta frecuencia tercian en las páginas de opinión, y ha salido lo que ha salido. Como ven, ni una mala palabra. Una verdad tras otra. Nadie puede estar en desacuerdo. Sucede con las tautologías, inexorablemente verdaderas «en todos los mundos posibles», como se dice en el gremio filosófico: «Un bebé no es más viejo que su madre»; «lo que está de más, sobra»; «el Gobierno prepara un proyecto de futuro»; «la suma de los tres ángulos internos de un triángulo es 180 grados». Bueno, en realidad, esta última no es verdadera «en todos los mundos posibles»: solo en la geometría (euclidiana) que usamos habitualmente para describir el espacio tridimensional, nuestro mundo de experiencias.

Como ven, hay razones para no sobrevalorar la verdad. La ciencia no busca maximizar el número de verdades. Las páginas de horóscopos están repletas de verdades: «A usted le sucederá algo»..., aunque solo sea que estará esperando que algo le suceda. Interesan las verdades arriesgadas, comprometidas. Preferimos «el PIB crecerá el año que viene un 4%» a «el PIB crecerá», y las dos anteriores al rajoyano «el PIB crecerá o no». La primera afirmación es más probablemente falsa y, por lo mismo, contiene más información: excluye más escenarios. Por eso, ante un crucigrama, saber que una palabra empieza por X es más útil que saber que empieza por A.

Por resumir: el pensamiento interesante ha de tener aristas nítidas. Por supuesto, sin exagerar, sin olvidarnos de la eterna enseñanza de Aristóteles: «Es propio del hombre instruido buscar la precisión en cada clase de cosas solo hasta donde la naturaleza del asunto lo permita».

El filosofar «humanista» rebosa de tautologías y vaguedades. Como dirían -incorrectamente- los comentaristas futbolísticos, «no define». Algunos incluso sostienen que es el precio del pensamiento profundo. La abstracción sería inevitablemente nebulosa. Otra falacia. La precisión no está reñida con la abstracción, ni en la investigación científica ni en la filosofía. «Abstracto» no es lo mismo que «vago». En realidad, lo abstracto -como las definiciones científicas- puede (y debe) ser muy preciso. Por el contrario, lo concreto, como una persona o un perro específico, no puede definirse con un conjunto exacto de características. Podemos definir «mamífero», pero no hay modo de hacerlo con mi amigo Alejandro o con Boby, el perro de Rocío. Los conceptos deben ser claros e inequívocos.

No es raro confundir la vaguedad del mundo con la vaguedad de nuestros conceptos. Conocer claramente que una realidad es confusa es distinto de tener una idea confusa de la realidad. Por eso es estúpida la admonición: «Aclárate y dime si me quieres». Uno puede tener claro que no tiene sentimientos confusos. Hay realidades imprecisas que pueden tratarse con precisión: mientras la afirmación «R está embarazada» es verdadera o falsa, la afirmación «R es guapa» no permite esa respuesta. La belleza, como la inteligencia o la felicidad, admite grados: todos andamos entre Einstein y el tonto de baba. La teoría matemática de los conjuntos borrosos proporciona herramientas para analizar esos conceptos.

El humanismo elude las tensiones intelectuales. A lo sumo, las nombra... para conjurarlas como buenos propósitos: «Una política sin poder», «una economía sin intereses», «una religión sin dogmas», «una identidad sin exclusiones», «una justicia sin coerción». Como quien quiere «un amor sin dependencia». Ante los dilemas, nunca se decide, por no molestar. Si acaso, acude al «sentido común», a cierto ideal del «sentido común», verdadero esqueleto de sus exposiciones. Eso sí, sin rozar el conocimiento consolidado. Un filosofar de sillón (armchair philosophy), a la que salga, como las pinturas de Orbaneja, según Cervantes.

Las exposiciones «humanistas» -y algunas muy rotundas en periódicos- avanzan encadenando ocurrencias sobre las relaciones entre pornografía y machismo, consumo de videojuegos y violencia, inmigración y delincuencia, matrimonio y felicidad... Todo evidente y, si nos atenemos a las investigaciones disponibles, todo falso. Charlas de casino provinciano condimentadas con sentencias de algún clásico indistinguibles de los calendaris del pagès catalanes. Eso sí, arropadas con una prosa grave y engolada que consigue el milagro de avanzar páginas y páginas -y hasta libros y libros- sin dibujar tesis reconocibles. Uno se despista en la página tres, retoma en la 50 y no nota cambio alguno. Solo pompa, circunstancia y erudición. La cultura para recubrir la inanidad. Lainismo, que decía Umbral. Recuerdo a un catedrático catalán de Estética que logró el prodigio de escribir durante años en las páginas de opinión política sin mencionar jamás el nacionalismo. Ni siquiera Georges Perec, que escribió una novela entera sin usar la letra «e», la vocal más frecuente en francés, alcanzó tal hazaña de omisión.

Cuando alcanza alguna precisión, el género se dedica a facturar trivialidades engoladas, como las del primer párrafo. Proclamas moralistas de curas y rabinos: «Sed buenos». Los males del mundo requieren cambios en la humanidad. El remedio previsible: la educación. Si todos fuéramos distintos, todo sería diferente. Una moralización de la política que, precisamente por apelar a soluciones morales, esteriliza la política, que trata con los diseños institucionales, como cambios en las reglas de juego. No se resuelven los atascos de tráfico reclamando empatía, sino con semáforos.

No solo eso. Con frecuencia, la estrategia «humanista» acaba en la máxima crueldad. Si las cosas no funcionan, hay que reeducar a los culpables. Sucedió con los intentos socialistas de forjar hombres nuevos. El problema del socialismo no estaba en las metas. Las habituales comparaciones entre comunismo y nazismo ignoran una diferencia esencial: la superioridad moral del primero. Como recordaron liberales inteligentes -y anticomunistas- como Raymond Aron o Leszek Koakowski, en el Manifiesto comunista no hay un programa de exterminio comparable al que Mein Kampf reserva para los judíos (incluidos los comunistas, el «judaísmo internacional»). El problema fue otro: el fracaso institucional. Cuando la implantación del proyecto no funcionó -por errores de diseño, por estructuras mal concebidas, además de por complejas circunstancias históricas-, no se revisaron las instituciones, sino que se culpó a las personas. Una vez desaparecido el capitalismo, supuesto origen de todos los males, la persistencia de los problemas solo podía explicarse por la existencia de traidores, tibios, infiltrados. Y así, la política moralizada degeneró en persecución. Se pasó de transformar las condiciones sociales a forjar hombres nuevos. La ingeniería institucional dio paso a la ingeniería del alma. La solución ya no era política, sino pedagógica: había que reeducar a los culpables. La paradoja trágica del moralismo político: cuando fracasa, no rectifica, castiga.

En fin, que el bienintencionado humanista nunca dice nada. Y cuando lo dice, casi mejor que se calle. No se trata de prescindir de la inexcusable reflexión ética, sino de recordar que su primera exigencia es la decencia intelectual, el afán de verdad. Salvo que queramos convertir la política en homilías. Y en reproches o represiones.

Félix Ovejero es profesor de Filosofía Política y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.


Este artículo, publicado originalmente en El Mundo, se reproduce al amparo de lo establecido en la legislación nacional e internacional (ver cobertura legal).

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