¿Y ahora qué bajo el populismo? (VI) José María Lassalle
¿Y ahora qué bajo el populismo? (VI)
EL RUEDO IBÉRICO
Retomamos el análisis sobre qué hacer bajo el populismo. En artículos anteriores hemos abordado las causas del fenómeno y varias iniciativas que podrían reconducirlo. Ofreceremos una salida más o menos coherente y viable al populismo. Primero, con el fin de moderarlo. Y después, con el propósito de revertir su toxicidad y reconstruir la democracia bajo coordenadas de legitimidad fundadas en la noción de auctoritas. Las dos primeras cosas pasan por neutralizar la polarización, que es el dispositivo que necesita el populismo para desarrollarse y expandirse irresistiblemente.
El padre intelectual de ella fue Carl Schmitt (1888-1995), que diseñó la transición legal que llevó de la República de Weimar a la dictadura nazi. Algo que perpetró mediante una impugnación epistemológica de la política de consensos de la democracia liberal. Fue uno de los pensadores políticos más brillantes y tóxicos del siglo XX. Alguien imprescindible hoy en día y que, curiosamente, pensó cómo levantar una dictadura a partir de las contradicciones culturales plasmadas en la España del siglo XIX. Por eso, hizo su tesis doctoral
Si queremos entender la esencia polarizada del fenómeno populista hay que partir de Schmitt e impugnarlo de raíz. Él creía que el liberalismo escondía debajo de la racionalización de los consensos la pulsión telúrica del conflicto amigo-enemigo. Por eso, creía que había que ir a lo original y potenciar la esencia de lo político a través de la confrontación guerra civilista. Solo así se lograba que la política mostrara su verdadero rostro y forzase lo único capaz de trascenderlo y neutralizarlo: la decisión cesarista que impone su voluntad sobre los contrarios.
Schmitt negaba los consensos. Pensaba que la política moderna solo podía nacer de que unos ganaran y se impusieran sin contemplaciones a los vencidos. Los consensos eran una ficción que provisionalmente paralizaba la competencia agresiva que debía polarizar la política para que surgieran los liderazgos por aclamación pacificadora. La única paz posible era la que imponía la victoria y siempre era provisional. Había que cuidarla reprimiendo al vencido para que no se levantara.
A la polarización solo puede oponérsele el perdón y la reconciliación, como ocurrió en la transición
La diferencia que introdujo la Revolución Francesa fue convertir la democracia en una cancha donde los partidos pugnaban como huestes electorales de forofos que agitaban las banderas de las ideologías. Unas ideologías hoy desactualizadas como la modernidad que las inspiraron, incapaz de interpretar el siglo XXI. Por eso movilizan menos, pero radicalizan más a sus seguidores ya que no pueden dar interpretaciones sobre el mundo, sino dogmas para consumo de los convencidos.
Eso lleva a la efervescencia de la polarización. Está nutrida de una parcialidad agónica que hace que las partes se entiendan cada vez menos al simplificar más sus ideas. Estas ya no se argumentan, se gritan. Se arrojan como objetos mientras crecen los malestares de los que unos culpan a otros porque no se analizan desde la complejidad de hoy. Se viven desde el pasado que nutrió las ideologías y eso los transforma en espectros o cáscaras vacías.
Recordemos que la Revolución Francesa hizo que los conflictos modernos fuesen de ciudadanía. Pivotaban alrededor de la propiedad de las cosas y la renta derivada del trabajo. Así como en torno al grado y forma de intervención regulatoria del Estado para resolverlos. Para lo cual se ensayaban equilibrios de justicia distributiva que se discutían racionalmente mediante lógicas deliberativas y democráticas.
Hoy, estos conflictos están cancelados en su esencia material. El capitalismo cognitivo y la digitalización masiva de nuestras sociedades resetean las claves modernas y nos ponen ante conflictos que no son de ciudadanía, sino personales. Afectan a la naturaleza ontológica del ser humano y a la gestión de sus capacidades cognitivas porque se instrumentan a través de datos, plataformas, algoritmos, máquinas y redes sociales. Entender esto es fundamental para romper la energía contradictoria de la polarización.
En una sociedad automatizada, los problemas y malestares que vive la gente no son explicables solo dentro del marco dialéctico del capitalismo industrial de nuestros abuelos o del capitalismo posindustrial de nuestros padres. Tampoco son operativas las soluciones basadas en políticas que vienen de ese pasado. Y menos aún, las ideologías que las inspiran, incapaces de entender que la esencia de los conflictos sobre el poder está en el derecho a poder elegir la verdad o el bien, soportes de la persona, antes que de la ciudadanía.
Por eso, las ideologías se transforman en actos de fe que dogmatizan y llevan a la polarización de los sentimientos que brotan de la impotencia y el miedo de ver que no hay más salida que culpar al de enfrente, mientras la realidad se hace más y más inexplicable bajo la automatización y el poder técnico.
¿Cómo puede romperse este círculo vicioso de odio recíproco que busca ganar el poder por el poder? Impugnando la contradicción de las ideologías. La dialéctica derecha e izquierda es simplista ante la Técnica y su poder. Es insuficiente al desembocar en una polarización que objetualiza y brutaliza al otro. De ahí que el populismo ya no sea totalitario y despótico, sino cruel e inhumano. Exige obediencia a partir de la fuerza desnuda del mayor número, pero no destruir a la minoría ni absorberla en un todo.
Por eso, a la polarización solo puede oponérsele el perdón y la reconciliación que acompañan momentos fundacionales como la transición española. Momentos que unen y constatan la fuerza original de lo que nace para sorpresa de todos. Que abrazan y suman. Momentos que dejan impronta de auctoritas y no de potestas. Veremos en la próxima entrega por qué.
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